domingo, 24 de agosto de 2008

ENTRE LAS HUELLAS DE LA INDIA CATALINA



La India Catalina no tenía la apariencia de su popular estatua y pudo ser melancólica, mística y poco interesada en la sexualidad, son las conclusiones de «Entre las huellas de la India Catalina", ensayo que revisa desde Cédulas Reales hasta informes recientes del Archivo de Indias, por el que la Academia de la Historia de Cartagena de Indias eligió Miembro Correspondiente al autor.
Ambivalencia parece ser la palabra que tiñe lo vinculado con La India Catalina: ¿Mito o realidad? ¿Bella o grotesca? ¿Héroe o villana? El mismo Héctor Lombana, creador de su célebre icono, dijo por 1997 en su casa de Bogotá, que creía que sólo se trataba de una leyenda. Tras esta revisión, parece que Lombana no sólo cumplió con la estatuilla para el Festival de Cine de Cartagena en 1960, sino que podría estar materializándonos lo que a los habitantes de Zamba en el primer semestre de 1533: la ilusión de recobro de Catalina, la indígena, algo que puede estar nutriendo la fascinación por tan polémico monumento. Aún en ese caso, otra vez emerge la palabra...ambivalencia: nunca vistió como indígena tras regresar a Cartagena siendo adulta, pero finalmente sí... Entre tanta perplejidad, lo mejor será recorrer las huellas de Catalina aún visibles, pese a la limitación de unas pocas cuartillas.
Procedencia y fisonomía

El escrito más antiguo, disponible en Colombia, que la alude es una carta de Pedro De Heredia, de 1533, donde dice que habló al primer indígena por intermedio de «la lengua» o traductora. Adicionalmente, los cronistas de la época Fray Pedro Simón y Juan de Castellanos, señalan que Catalina nació en la actual Galerazamba y fue raptada por Diego Nicuesa alrededor del año 1509 para ser llevada a Santo Domingo, donde fue educada «a la española». La controversia podría surgir al momento de detallar su regreso a Cartagena en 1533. A primera vista se entendería que vino directamente de Santo Domingo. No obstante, según una carta de los oficiales reales de Cartagena al Rey en 1533 y una misiva del propio Heredia, no hubo incorporaciones de indígenas en las escalas en Puerto Rico y Dominicana, y en la revisión de la primera hueste de Heredia que hace la historiadora María del Carmen Gómez no informa el nombre de La India Catalina. Heredia había obtenido el 4 de julio de 1532 una Cédula Real que lo autorizaba a buscar en Santa Marta a dos «indios lenguas» y conforme a la probanza del 4 de marzo de 1535, Álvaro De Torres le dio a Heredia una —sólo una— «lengua». Gonzalo Fernández de Oviedo lo registra y revela de quien se trababa: envió dos hombres por tierra a Santa Marta por una india lengua nacida e criada en Cartagena, la cual se truxo (se trajo). Así, Gutiérrez de Piñeres, De Castellanos y Camilo S. Delgado, aludirían, genéricamente, al viaje de la hueste desde Santo Domingo hasta Cartagena, en lugar de las circunstancias del regreso de Catalina a Cartagena. Asimismo, es poco probable que sirviera como intérprete eficaz de varios dialectos, de acuerdo con Fray Pedro Simón, tras veintitrés años de alejamiento, desde la infancia, luego de un fuerte adoctrinamiento español y cristiano en Santo Domingo, donde, según Juan Freide, prácticamente habían exterminado los indios a principios de los años mil quinientos. Todo indica que reaprendió y cultivó distintas jergas en Santa Marta antes de volver en 1533. A Catalina no sólo se le eximió de la esclavitud, sino que, además, se le trató como a una española más de Santo Domingo. Debía tener un valor agregado distinto al rendimiento físico: ¿Inteligencia? ¿Belleza? ¿Ambos atributos? Fue enviada a Santa Marta a servir como intérprete, probablemente, por su perspicacia y encanto, que pareció ser distinto al que insinúa su estatua: la imagen concebida por Héctor Lombana en 1960 y vaciada a una escala mayor por Eladio Gil Zambrana en 1974, consiste en una bella mujer adulta, vestida con prendas indígenas, y al tenor de lo hasta hoy colectado, no hay nada que indique que Catalina hubiese llevado atavíos indígenas en su adultez. De otra parte, las versiones que proponen a una Catalina de aspecto deslucido y apocopado, por pertenecer a los caribes mocanaes, mencionados como «indígenas pequeños y cabezones», podrían no estar cabalmente basadas. Fernández de Oviedo escribió que estos caribes de tierra firme: «hombres como mujeres son muy altos, y ellos y ellas frecheros» y en otro aparte agrega: «hay mujeres de buenas disposiciones». Camilo S. Delgado describió varias beldades entre la raza de Zamba, incluso a la misma Catalina como: «Una india inteligente y de bonitas facciones. Alta, de busto elegantemente formado, ojos grandes, rodeados de largas y aterciopeladas pestañas, nariz aguileña, boca de contornos delicados y brazos armónicos con las demás líneas del cuerpo. Era, en fin, todo en ella gracioso y exuberante de juventud, lo cual la hacía simpática desde que se le llegaba a tratar. Tenía entonces veinticinco años, pero en realidad cualquiera se engañaba creyéndola de dieciocho». Delgado cuenta, además, sobre la inquietud que generaba entre los varones que la conocían: «Eran muchos los enamorados que la perseguían con sus requiebros y ofrecimientos de matrimonio; más ella se reía de todos [...]». Nuestra Catalina adulta se asemejaría más a una joven con bellos rasgos aborígenes, pero vestida a la española, semblanza muy parecida —sólo por bosquejar un ejemplo local— a la observada en la actriz colombiana Amparo Grisales durante la serie televisiva «Los Pecados de Inés de Hinojosa», claro, sin la fogosidad de la portentosa diva contemporánea, pues, la vida sexual de Catalina parece apagada, hasta sus treinta o treinta y cinco años, pese a que era extraordinariamente bella y la solicitaban insistentemente los varones. Catalina no aparentó deshonrarse por lucir con «facha española» ante los suyos, quienes no la despreciaron y, por el contrario, parecieron sentir como si la hubiesen recuperado, de la misma forma, quizás, como lo sentimos hoy cada vez que admiramos su estatua de mujer crecida, cubierta con prendas nativas, apariencia con la que, tal vez, la añoramos secretamente, pero no tuvo más allá de su infancia.


A menos que se decida, como hace siglos, equiparar a los indios a una especie animal inferior —lo que ni los mismos conquistadores hicieron con ella—, hay que considerar que Catalina sufrió cuando niña lo que vale señalarse como una experiencia traumática mayor. Nada nos puede redimir de nosotros mismos: es dable seguir adelante de un alejamiento bárbaro de los padres y del entorno infantil, como el que ella vivió, pero difícilmente se logrará borrarlo. Fue arrancada de su ámbito para imponérsele, también a la fuerza, una nueva cultura y esto debió marcarla. Las distintas corrientes de la sicología —no sólo los freudianos— indican que la seguridad es la exigencia básica de un niño y que la interrupción cruel de la infancia y los vínculos paternales, debe volverse cólera, en grado diverso. La represión de esta cólera —asunto muy probable en la autoritaria época de La Conquista— puede llevar luego a destilarla como tristeza. Otras salidas serían la autodestrucción, la locura, concebir y desarrollar un arduo proyecto personal, pintar, cantar o escribir la rabia atascada o incluso ¡verterla en el lecho de todas las parejas posibles! A lo largo de esta investigación, ninguna de estas posibilidades —salvo lo de un «proyecto personal»— podría defenderse, como tampoco se han encontrado registros de ningún cronista o historiador acreditado sobre un reemplazo cabal de las figuras paternas en Catalina, mujer solitaria, sin noticias de vida sentimental ya en la madurez. El perfil de Catalina, insinuado en los registros es el de una persona al servicio incondicional de la causa española y del cristianismo, en segundo plano, y no es el de un personaje impetuoso. Es la semblanza de alguien indulgente, quizás, de acuerdo con Ovidio, porque «la tristeza envuelve cierta dulzura». Su convicción cristiana pareció profunda —cristianizó a la propia cacica de Zamba— y esto pudo permitirle elaborar una perspectiva soportable de la existencia o su tragedia: un legado superior que debía llevar adelante, la redención para su pueblo «apóstata», tomándose a sí misma como muestra de la factibilidad de ese ideal. ¿Puede analizarse, a la luz del conocimiento de hoy, los contextos del siglo XV? La mejor respuesta puede ser otra pregunta: ¿Desde cuándo ya no puede hacerse o es ilegítimo? El ensayo no ha dejado de ser el caballete de las ciencias y en general del pensamiento humano, tal como la tristeza, la alegría, la ilusión, lo siniestro, las motivaciones humanas en general, siempre han sido las mismas. Lo distinto es la posibilidad y el modo de expresarlas según la época. De cualquier forma, no hay que perder de vista de que se trata de un ensayo o tanteo que nuevas averiguaciones confirmarán o refutarán.
Su legadoCatalina fue la primera «voz» de Heredia frente a los nativos. Los esfuerzos por colonizar estas latitudes habían sido infructuosos por la belicosidad de los indios, y la intervención de Catalina parece definitiva para el ingreso y asentamiento de los españoles al sur del río Magdalena, por donde «cada dos leguas nos encontrábamos una población grande» según lo escribió el mismo Heredia, sufriendo muy pocas batallas. Según los autores, Catalina acompañó a Heredia en las primeras incursiones. La aniquilación de sus congéneres se debió, fundamentalmente, a las nuevas infecciones que desde entonces pulularon en la Gobernación de Cartagena. Habrá poca duda acerca de lo inevitable, a la larga, que resultaría la toma de estos territorios. Es discutible las causas del abrupto cambio en la actitud de los caribes cartageneros, calculados en ese tiempo, al menos, en cuarenta mil en las inmediaciones de la ciudad, y que no osaron en retomar a Calamari, el poblado sobre el que se fundó Cartagena y se quedó a vivir Catalina. Probablemente, sin quererlo y sin saberlo, Catalina apuró el trago de La Conquista, a la postre, quizás muy amargo para ella. De acuerdo con la relación de acusadores de Heredia en el primer Juicio de Residencia en 1536, La India Catalina testificó en contra del conquistador. Con un mundo frágil y quizás mucha tristeza agazapada debió ser dura cualquier otra conmoción que halla sobrevenido, y un dolor, quizás tan grande como el primero, pudo haberla abrazado poco después de la fundación de Cartagena: el remordimiento, posiblemente al desengañarse de la campaña conquistadora. Ese arrepentimiento pudo llevarla a enfrentarse con Heredia. De acuerdo con Camilo S. Delgado, Catalina vivió en Cartagena en la compañía de una anciana pariente, aparentemente reencontrada a su regreso a Cartagena en 1533, y de un perro bravo llamado Capitán, y se habría casado, finalmente, con Alonso Montañés, sobrino de Pedro De Heredia, tras una fuerte oposición del entonces Adelantado y el asedio de múltiples pretendientes, a quienes supo espantar como moscas. Hay documentos que indican la presencia de Alonso Montañés en Cartagena hasta 1541, un año después de que el Consejo de Indias absolviera a Heredia en ese Primer Juicio de Residencia. Al casarse y marcharse a Sevilla con Catalina, tal como lo indicó el académico Delgado, se intuye que fue «perdonada» y que ella, de alguna forma, claudicó su rebelión. Según Delgado, habría muerto en Sevilla, alejada para siempre de su Zamba natal, en lo que fue su primer y único viaje, sin regreso, a España. Se desconoce su nombre original, pues, como «Catalina» la denominó Diego Nicuesa después de su rapto, por 1509. Una ambivalencia más: con todas estas informaciones, ¿debemos alegrarnos o entristecernos?
seguiremos informando.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

esto es historia, si señor,bueno aunque es un poco largo el articulo, esta bastante interesante

Anónimo dijo...

me encanto toda la historia porque cada noche nos acostamos sabiendo algo nuevo y eso es estupendo, conocer toda nuestra historia es lo mejor que nos puede pasar..me encanto

Anónimo dijo...

aora enserio kien lo a leido??